El 2 de julio de 1995 el hallazgo del cadáver de la estudiante de filología hispánica, Sonia Rubio, despertó una de las peores sospechas con las que un investigador podía cruzarse. “Un asesino despiadado, que premeditaba sus delitos y que había dejado a esta joven de 23 años completamente vejada. No sólo la había matado, ahí había mucho más”, relata el teniente José Miguel Hidalgo de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil.
Sonia estaba atada de pies y manos, con las bragas en la boca y una cinta de embalar que había ahogado aún más sus gritos, mientras él apretaba su cuello hasta estrangularla. Al acabar vio un cubo de basura cerca de la oscura zona de matorrales, lo cogió y se lo puso en la cabeza. Allí la abandonó, junto a la antigua carretera N-340, en la demarcación de Benicassim.
Esta escena del crimen la tuvieron que estudiar cientos de veces el teniente José Miguel y también el criminólogo y profesor de la Universidad de Valencia, Vicente Garrido Genovés, que colaboró con los investigadores para trazar el perfil del asesino al que se enfrentaban. En ese verano de 1995 la Guardia Civil no había dejado de encontrar cadáveres de mujeres en los alrededores de Castellón: Natalia Archelós, Mercedes Vélez y Francisca Salas (todas ellas prostitutas). Un año después aproximadamente, en septiembre de 1996, aparecía una nueva víctima, Amelia Sandra. Todas ellas tenían entre 20 y 25 años.