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“Si se observa, aunque sólo sea de lejos, con qué frecuencia y qué claridad se habla de la angustia en la Sagrada Escritura, se dará por sentado, ante todo, esto: la palabra de Dios no tiene miedo de la angustia. Entra en ella con el mismo poderío que en todo lo que caracteriza al hombre como hombre (y sólo le conocemos en la situación de caída y de Redención en vías de cumplimiento). Como el dolor y la muerte, la angustia no es para la palabra de Dios un pudendum que no haya que nombrar. Precisamente su oficio es ‘juzgar los sentimientos y pensamientos del corazón: ninguna criatura queda invisible ante ella; todo está desnudo y descubierto ante los ojos’ (Hb 4,12-13). Y del mismo modo que no le atañe guardar al hombre terrenal del dolor y de la muerte, así tampoco ha venido al mundo para suprimirla sin más o ahorrarle la angustia, según lo intenta una filosofía y una sabiduría vital como la estoica, y según es en definitiva la intención, más clara o más oculta, de toda filosofía y de toda sabiduría vital, y de todo humanismo intramundano: mostrar al hombre un afincamiento desde el cual pueda acabar con esas tres oscuras potencias. Pero tampoco se puede afirmar lo contrario: que la palabra de Dios adquiera un interés especial, como de curiosidad, por la angustia del hombre y de la criatura en general: que la saque a la luz, que la pretenda o que la fomente: sino que la asume como una de las condiciones básicas del existir humano, para darle otro valor desde su supremo observatorio, lo mismo que todo lo humano es barro en la mano del Creador y Redentor. Lo que hace Dios con la angustia en esa nueva creación, no se puede descifrar en ella misma ni suponer por adelantado” (Balthasar, H. U. von., “El cristiano y la angustia”).