Hoy regresamos a nuestra zarzuela, pero no con un título excesivamente popular, sino con una obra que merece mucha más presencia en los escenarios: La tempestad, zarzuela en un acto estrenada en 1882 y firmada por uno de los compositores fundamentales de la música española del siglo XIX, Ruperto Chapí.
Esta obra marca un momento decisivo en la evolución del género lírico español: nos encontramos todavía en pleno reinado del llamado “género chico”, pero la dimensión musical y dramática de La tempestad supera con creces los moldes ligeros habituales. Chapí se atreve a construir una auténtica pieza dramática, casi operística, donde la orquesta desempeña un papel narrativo de primer orden y donde el clima romántico, incluso oscuro, convive con la raíz popular que la zarzuela no puede perder.
Nos situamos en la Restauración borbónica, tras el convulso Sexenio Democrático. Culturalmente existe una necesidad urgente de consolidar una identidad española moderna. En música, esa tensión se manifiesta entre dos polos: por un lado, una tradición popular profundamente arraigada; por otro, la fascinación por el drama musical europeo y la ópera italiana.
La zarzuela chica, que vivía un éxito extraordinario, corría el riesgo de repetirse en fórmulas, pero también ofrecía un escenario experimental donde autores como Chapí podían introducir lenguaje sinfónico, ampliación de las funciones del coro y una orquesta más activa, más pintoresca y más descriptiva.
En Europa ya han estallado Wagner y la escuela alemana; Francia vive la transición entre el gran opéra y la ópera cómica; en Italia, después del primer Verdi, la maduración del melodrama conduce a formas dramáticas más densas. Chapí, sin copiar, incorpora esa atmósfera.
Aunque de un solo acto, La tempestad despliega recursos poco habituales en la zarzuela de su tiempo: