«También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo.» (Juan 16:22)
Jesús sabía exactamente lo que iba a ocurrir con sus discípulos en las horas y los días que seguían su crucifixión y les advirtió de los peligros en esta enseñanza profética. Les dijo que estarían hundido en la tristeza, pero después el gozo reemplazaría su tristeza. En el versículo anterior, Jesús lo compara con el dolor de una madre cuando da a luz. El dolor es real, pero cuando contemple el milagro de la vida que coge en sus brazos, el gozo empieza a reemplazar el dolor del parto. La noche en que Judás entregó a Jesús, todos los discípulos experimentaron la más profunda tristeza, tal como Jesús había profetizado, pero tres días más tarde cuando volvieron a ver a Jesús en la gloria de su resurrección, un gozo tan grande inhundó sus corazones que en el instante desapareció toda la tristeza que había envuelto sus vidas en los días anteriores. Pero Cristo continúa con una promesa. Ese gozo será permanente. Nadie jamás les podría quitar ese gozo porque Cristo iba a estar con ellos siempre, hasta el fin del siglo.
Este texto me hace preguntar si yo vivo con este gozo en mi vida, un gozo que nadie puede quitar. Dios ha hecho un milagro en mí por medio de la muerte y la resurrección del Mesías. Yo, igual que los discípulos, debo vivir con este gozo permanente. Hacemos bien hoy en orar que Dios produzca en nostros el fruto espiritual del gozo por su Espíritu Santo. (David Bell)