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«Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto.» (Génesis 3:8)

Aparentemente, desde el día en que había creado a Adán y Eva, el Señor bajaba a su huerto por la tarde para pasear con el hombre y su esposa. Encontramos esta misma figura de la comunión divina en el capítulo 5 de Génesis donde leemos de un descendiente de Adán, Enoc, que “anduvo con Dios” durante 300 años hasta que un día, no estuvo porque Dios decidió llevarle a su presencia. La comunión entre Dios y su creación era, ha sido y sigue siendo el deseo de nuestro Creador. Él quiere que tengamos comunión diaria con Él, como si estuviéramos paseando juntos por un huerto, disfrutando de la conversación y la comunión. Pero el pecado interrumpe e imposibilita esta comunión. Cuando Adán y Eva desobedecieron la voluntad de Dios, se rompió en el instante esta comunión dulce que habían experimentado hasta ese momento, y en vez de anhelar aquella comunión, el sonido de la voz de Dios les llenó con miedo y vergüenza e intentaron esconderse de su Dios. Pero Dios, con una serie de preguntas, guía a pecadores al arrepentimiento y el perdón y así restaura esa comunión rota por la rebeldía humana.

Si la voluntad de Dios para nosotros es la comunión diaria con Él, hemos de guardar nuestra relación con Él. Cuando tropezamos y caemos, debemos confesar nuestro pecado a Dios para que nos perdone y restaure nuestra comunión con Él. (David Bell)