Hablando con Alejandra Pizarnik
Alejandra, vuelvo a ti
para hablarte de la muerte.
Ya no estás, te has ido,
dejando atrás sueños inconclusos
y heridas abiertas y calientes.
Qué se siente cuando sabes,
que el próximo paso será la muerte.
Qué pensaste en ese último momento
antes de alejarte de todo
y cerrar la puerta para siempre.
Sé de tus miedos, de tus sombras,
sé de tus faltas y errores,
sé del vértigo de la vida
y a veces pienso que al dar el salto,
fuiste frágilmente valiente.
Fuiste a descubrir la muerte
y encontraste lo que ya conocías.
Un mundo de sombras oscuras,
donde todo, todo se olvida.
Hasta el dolor, las penas, el miedo
y las ansias de escribir poesías.
Alejandra de cabellos cortos,
la mirada triste y fugitiva,
una vez pasé por tu casa,
la puerta estaba cerrada
y todo lloraba lágrimas frías.
Una señora vestida de negro
me dijo, aquí no queda nada,
la casa está abandonada y vacía.
Me he comprado zapatos para caminar
y por el momento estoy encerrado en casa.
Leo como siempre un poco,
después pienso y vuelvo a leer.
Me sumerjo en los miedos de Alejandra
y pienso sin respuesta a un por qué.
Quizás la muerte esté presente en cada cosa,
quizás el dolor tenga más presencia que el papel
y releo: “zona de playas donde la dormida come
lentamente su corazón de medianoche”
y siento ese inconfundible olor a duda
en las paredes y en las flores
y me pregunto si la dormida es ella
o la luna menguante de una noche de mayo en Paris.
Alejandra de leche negra
y de abriles olvidados.
Bajo la noche de tu pluma
el miedo se hizo canto.
Y toda la pena del mundo
en ti se fue adensando.
Hasta hacer llorar las flores
gotas de rocío amargo.
Fuiste lirio en cada otoño,
lucero siempre apagado
y en el hondo de tus aguas,
un llanto mojó el pasado.
Ay Alejandra de inviernos,
de barcos siempre encallados.
Una vez amaste la vida,
sellada en jaula de pájaros.