En una ciudad perdida de España, rodeada de montañas escarpadas y cubierta por una niebla perpetua, circulaba el misterioso autobús eléctrico número 13. Los lugareños lo llamaban "el autobús mudo", no por su falta de ruido, sino por el aura de silencio y solemnidad que lo rodeaba. Era el único medio de transporte que conectaba el hospital local con el cementerio, dos lugares que simbolizaban la dualidad entre la vida y la muerte. Cada día, el conductor, un hombre de aspecto sombrío con ojos cansados, recorría las calles de la ciudad llevando consigo pasajeros de diferentes edades y condiciones. Desde ancianos que luchaban contra enfermedades crónicas hasta jóvenes que apenas comenzaban su viaje por la vida. Todos compartían un destino común en aquel autobús: enfrentarse a la realidad de la mortalidad humana. Entre los pasajeros habituales se encontraba Clara, una enfermera del hospital, cuyo rostro reflejaba la compasión y la sabiduría adquirida al cuidar a los enfermos. También estaba Miguel, un joven poeta atormentado por la idea de la muerte y obsesionado con encontrarle sentido a la existencia. Y luego estaba Don Sebastián, un anciano solitario cuya única compañía era su bastón de madera y cuyos ojos reflejaban la melancolía de los recuerdos perdidos en el tiempo. A medida que el autobús avanzaba por las intrincadas calles de la ciudad, el silencio se volvía más palpable, como si las sombras del pasado se cerraran sobre los pasajeros, recordándoles su fugacidad en este mundo. Sin embargo, en medio de esa quietud, surgían conversaciones fugaces y miradas cargadas de significado entre los viajeros, como destellos de luz en la oscuridad. Una tarde, mientras el autobús se dirigía al cementerio envuelto en la penumbra del crepúsculo, ocurrió algo inesperado. Un grupo de niños del pueblo, impulsados por la curiosidad y el desafío, abordaron el autobús y desafiaron al conductor a llevarlos en un viaje hacia lo desconocido. A regañadientes, el conductor aceptó, consciente de que esta sería una travesía diferente a cualquier otra. A medida que el autobús se adentraba en la noche, los niños experimentaban una mezcla de emoción y temor, pero también de asombro ante la solemnidad del momento. En el cementerio, bajo la luz pálida de la luna, contemplaron las lápidas silenciosas que marcaban el final de cada vida y el comienzo de un misterio aún mayor. Al regresar a la ciudad, los niños descendieron del autobús con una nueva comprensión de la fragilidad de la existencia y la importancia de vivir cada momento con plenitud y gratitud. Y aunque el autobús número 13 continuó su ruta en medio de la oscuridad, ahora llevaba consigo el eco de risas infantiles y la promesa de que, incluso en los lugares más sombríos, siempre hay espacio para la esperanza y la renovación.JOSÉ PARDAL
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