La Iglesia en Nicaragua vive bajo una represión sistemática que ha transformado su papel en la sociedad. Lo que comenzó como llamadas de atención y advertencias se ha convertido en un mecanismo estatal de control que intenta silenciar toda voz que defienda la libertad y la dignidad humanas. Desde 2018, el régimen encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo ha prohibido procesiones, censurado homilías, clausurado obras eclesiales y expulsado a centenares de religiosos, religiosas y laicos. Esta persecución se dirige a la Iglesia como institución, no por motivos doctrinales, sino por su capacidad de articular a la ciudadanía y ofrecer espacios de protección en medio de la violencia estatal. La vigilancia se extiende a cada rincón: templos bajo control, celebraciones litúrgicas condicionadas, homilías reducidas a mensajes inofensivos y comunidades bajo amenaza constante. Sin embargo, la fe permanece como último bastión de libertad en un país donde la represión busca sofocar toda disidencia. Muchos sacerdotes y agentes pastorales continúan su labor desde el exilio, acompañando a comunidades migrantes y defendiendo los derechos humanos, manteniendo viva la esperanza de un futuro diferente. Mientras el régimen intenta apropiarse de símbolos religiosos para consolidar su poder, la resistencia espiritual y comunitaria se fortalece. Las comunidades de base y los laicos han asumido un rol protagonista preservando la memoria, la organización y la fuerza moral de un pueblo que no renuncia a su dignidad ni a su fe.