Era una tarde gris de octubre, la brisa fresca acariciaba las hojas doradas que caían lentamente de los árboles. Marta caminaba por el parque, con el sonido crujiente de las hojas bajo sus botas. Había pasado años desde que se mudó a esa ciudad, pero nunca había sentido realmente que perteneciera allí. La soledad se había vuelto su compañía más constante, y, aunque tenía amigos, siempre sentía que algo le faltaba.