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Bienvenidos a 100 tenores de leyenda, el podcast que desentraña las voces que hicieron historia. Hoy viajamos al corazón del bel canto para encontrarnos con un tenor que desafió los límites de la agilidad vocal: Rockwell Blake, el acróbata del repertorio rossiniano. Una voz que quizás no encajó del todo en los moldes tradicionales, pero que dejó una huella imborrable en el arte de cantar.
Rockwell Blake nace en 1951 en Plattsburgh, una pequeña ciudad del norte del estado de Nueva York. Hijo de un granjero de visones, sus comienzos no presagiaban un destino lírico. Sin embargo, su camino musical se fue labrando con disciplina férrea. Durante su servicio en la Armada de EE. UU., no solo cantó en el coro Sea Chanters, sino que perfeccionó una técnica vocal única, guiado por la maestra Renata Carisio Booth. Debutó en 1976 como Lindoro en L’italiana in Algeri, papel que se convertiría en una de sus señas de identidad, al igual que el propio Rossini. En 1978 gana el primer premio de la fundación Richard Tucker. Al año siguiente, 1979, debuta en la New York City Opera con Le comte Ory de Rossini. A partir de estos éxitos canta por toda Europa y Estados Unidos. Su debut en el Metropolitan Opera de Nueva York fue, como no podía ser de otra manera, con el Lindoro de L’Italiana in Algeri, siete años más tarde de aquel debut de Washington, lo cantó ahora en el epicentro operístico mundial, el Met, en 1981. Rockwell Blake fue mucho más que un tenor ligero. Dominaba la tesitura del tenor contraltino, tan exigente como infrecuente, que requiere una coloratura endiablada, agilidad casi instrumental, y un rango que roza lo acrobático. Desde principios de los años 80, se convirtió en invitado habitual del Rossini Opera Festival de Pésaro, dando nueva vida a óperas olvidadas y a arias que parecían imposibles. En su voz, piezas como “Ah! mes amis” de Donizetti o “Cessa di più resistere” de Rossini se transformaban en verdaderos desafíos olímpicos de técnica y respiración. Si bien no todos los oídos se rindieron a su timbre —para algunos algo nasal o metálico—, su virtuosismo técnico jamás fue puesto en duda. Blake no buscaba la belleza complaciente, sino la fidelidad estilística, la precisión casi quirúrgica. Tras retirarse del escenario, dedicó su tiempo a la docencia, formando nuevas generaciones en instituciones como la Accademia di Santa Cecilia y el Conservatorio de París. 
Rockwell Blake quizá no llenó estadios, pero transformó un repertorio olvidado en una tierra fértil para la excelencia vocal que otros detrás de él están cultivando. Gracias a él, hoy muchos tenores se atreven a desafiar la gravedad del canto florido. Fue un virtuoso, sí, pero también un revolucionario.